Diario
de diez náufragos
Marinos
que bebieron sangre de peces o comieron carne humana para no morir en el
mar
Vicente Fernández - 23/02/2015
Los
supervivientes de La Invencible
Mucho
se ha escrito sobre el desastre de la Armada Invencible en 1588. Pero ¿qué
ocurrió con sus náufragos? La flota española tuvo que regresar a la patria
bordeando las costas de Escocia e Irlanda. La falta de agua potable obligó a
los españoles a arrojar al mar todos sus caballos. Pese a ello, las reservas de
líquido se pudrieron y tres mil marineros enfermaron. Un temporal acabó de
precipitar la tragedia y un centenar de barcos se estrellaron contra los
acantilados irlandeses. La mayoría de sus tripulantes se ahogaron en el mar
helado, pero uno de los que vivieron para contarlo fue el capitán F
rancisco de Cuéllar. Y al llegar a la costa, descubrió con
horror que de los árboles cercanos colgaban extraños frutos: racimos de
españoles ahorcados por los ingleses. Cuéllar tuvo la fortuna de ser acogido
por dos mujeres de un clan irlandés rebelde, que le escondieron durante meses
en su mísera cabaña, le vistieron con pieles de cabra y le alimentaron con
raíces y nabos.
Las peripecias vividas por auténticos
náufragos superan cualquier trama
novelesca. Son historias de una dureza extrema, entre las que abundan los casos
de hombres impelidos al canibalismo y al
vampirismo con tal de poder sobrevivir.
Pero también hubo otros personajes que, gracias a su preparación e ingenio,
lograron salvarse sin caer en tales excesos, lo que les convirtió en auténticas
leyendas del océano.
La furia del mar
¿Quién fue el primer náufrago de la Historia? Es imposible responder a esa
pregunta, pero en las crónicas abundan numerosos testimonios escritos que
relatan aterradores naufragios, como el que vivió el religioso español Fray
Bartolomé de las Casas en 1554, cuando se hundió el galeón que le llevaba a
Santo Domingo. “El navío tropezó con una piedra o isleta que no vio, y abriose
por medio”, cuenta el fraile. “Algunos asiéronse a las tablas que hallaron
cerca de sí. Destos acaeció que un padre y un hijo tomaron juntos una misma
tabla y no era tan larga y capaz que por ella los dos pudieran escapar. Y dijo
el padre al hijo: Hijo, sálvate tú con la bendición de Dios y déjame a mí, que
soy un viejo, ahogar”.
Por
entonces, cuando un barco se hundía, la única forma de salvarse era en balsa o
chalupa. Luego, los supervivientes quedaban a la deriva, a merced de la
providencia. Porque, hasta la invención de la radio, las posibilidades de ser
rescatados eran muy remotas.
Fieras desesperadas
Tras pasar días, o incluso semanas, abandonados en la inmensidad del mar,
muchos de esos supervivientes recurrieron al remedio más extremo para combatir
el hambre y la sed: el canibalismo. Fue el fruto de la desesperación, que es el
peor enemigo de los náufragos. A esta conclusión llegó el médico francés Alain
Bombard, quien, en 1950, tras estudiar los casos de varios marineros que habían
quedado a la deriva, observó que la mayoría había muerto hacia el tercer día.
El hombre resiste más tiempo sin comer o beber; por tanto, no era la sed y el
hambre lo que les había matado, sino, según él, la ignorancia… El
desconocimiento de que el océano puede ser una despensa que, con suerte y
habilidad, nos proporcione el alimento y el agua necesarios para sobrevivir.
Y
esa ignorancia y esa desesperación están presentes en la aterradora historia
del Essex, navío británico hundido en 1821. Los veinte supervivientes que
flotaban en los botes salvavidas se negaron a dirigirse a la tierra más
cercana, las islas Marquesas, por temor a los indígenas antropófagos, e
iniciaron una travesía de cinco mil kilómetros para tratar de llegar a América
del Sur. Tres meses después, un barco rescató a los ocho únicos supervivientes.
Habían
devorado los restos de sus compañeros muertos, parecían haber enloquecido y se
comportaban como fieras temerosas de que los recién llegados pudieran
arrebatarles sus reservas de carne humana. En definitiva, se transformaron en
los mismos indígenas antropófagos que tanto temor les inspiraban.
Pero,
¿habrían tenido otra salida? Sí. El caso de Steve Callahan es diametralmente
opuesto a la historia anterior. El balandro de este norteamericano se fue a
pique en 1982, en el Atlántico. Callahan se salvó en un bote inflable, aunque
sin tiempo para mandar un SOS, ni de recoger víveres, ni agua. Consciente de
que nadie iba a salir en su búsqueda, se dispuso a luchar. Su necesidad más
inminente era calmar la sed. Pero, ¿cómo buscar agua dulce en medio de un
océano con millones de litros de agua salada?
Gotas de oro líquido
Callahan fabricó un arpón con un cortaplumas y el palo de uno de los remos y,
tras varios intentos desesperados, cazó una tortuga marina. Además de carne, el
quelonio le proporcionó el remedio para saciar su sed. Le seccionó la garganta
y bebió su sangre sin coagular. También consiguió agua de los peces que
capturaba, ya que, abriendo la espina dorsal del pescado cerca de la cola, se
obtiene una columna que contiene un líquido cefalorraquídeo de sabor dulce que
puede beberse. Y con trucos como estos logró sobrevivir setenta y seis días
perdido en la inmensidad del océano. ¿Parecen muchos?
Marilyn
y Maurice Bailey, un matrimonio que, en 1973, quedó a la deriva en el Pacífico
tras hundirse el yate en que viajaban con sus hijos, aguantaron 117 días.
Aunque lograron llevar al bote salvavidas varios bidones de agua, el líquido
acabó pudriéndose. ¿Qué hacer entonces? Marilyn, que era enfermera, recurrió a
una medida extrema. Con un tubo de goma, fabricó unos enemas, con los que ella
y su familia absorbieron el agua por el recto. En esa parte del organismo
existe una membrana natural (la misma que seca nuestras heces) que sirve para
filtrar el agua. Sus cuerpos absorbieron el líquido y evitaron la
deshidratación.
Pescar
es el medio más lógico para conseguir comida en medio del océano. Pero no
siempre es el hombre quien consigue alimento en el mar, ya que sobre los
náufragos acecha siempre la amenaza de un peligro mortal: los tiburones.
Existen numerosas crónicas que relatan las espantosas muertes de marineros por
los escualos. Una de ellas pertenece al conquistador español Bernal Díaz del
Castillo, quien describió un naufragio frente a las costas del Yucatán en 1579.
En el casco de la nave se abrió una vía de agua y, para evitar que la nao se hundiera,
los marinos soltaron lastre: arrojaron al agua parte de su carga, incluidas sus
reservas de carne. “Echaron mucho tocino al mar y otras cosas que traían para
matalotaje (nombre que los marineros dan a las provisiones). Y cargaron tantos
tiburones a los tocinos, que a dos marineros que cayeron al agua los
despedazaron y se los tragaron”.
Más
cercana en el tiempo, pero igualmente estremecedora, fue la odisea del
Albatross, un buque escuela estadounidense que, en 1960, se fue a pique en el
Caribe. El capitán y los cadetes se salvaron en los botes, pero la sangre de
algunos de los chicos heridos atrajo a docenas de escualos que, durante dos
días, acecharon las embarcaciones. Muy excitados por el olor de la sangre, los
tiburones embistieron los botes con sus hocicos, para hacerlos volcar, y
algunos llegaron a saltar y a meterse literalmente dentro de las barcas. Los
muchachos se defendieron golpeando a los animales con los remos e incluso con
sus puños desnudos. Fue una lucha encarnizada en la que cuatro de los chicos
acabaron despedazados.
Tierra a la vista
El mayor deseo de todo náufrago es divisar la costa cuanto antes. Pero, en
algunos casos especialmente trágicos, tierra no es sinónimo de salvación. Lo
comprobaron con horror los veintidós tripulantes del Mary-Jeanne, un ferry que
se hundió en 1978 en aguas africanas.
Tras
pasar más de quince días a la deriva, aquellos desdichados vieron cómo la
corriente les iba acercando por fin a tierra. Llegaron incluso a vislumbrar las
palmeras y algunas chozas de los indígenas. Pero, de improviso, otra corriente
traicionera e inesperada les arrancó de su ruta y les alejó de la costa.
Demasiado debilitados para nadar o gritar, contemplaron desesperados cómo el
destino les conducía a una muerte segura. Cinco días después les encontró un
barco italiano; sólo dos de ellos seguían con vida.
Pero,
aun llegando a tierra, la supervivencia no es sencilla. Lo demuestra la odisea
del español Alvar Núñez Cabeza de Vaca, un legendario explorador que, en 1527,
sobrevivió junto a trescientos hombres al naufragio de su flota frente a las
costas de Florida.
La
única posibilidad de salvación para aquellos aventureros era recorrer a pie
aquel territorio inexplorado hasta encontrar algún asentamiento español. El
problema es que no había ninguno en miles de kilómetros.
El conquistador y sus hombres recorrieron toda la Florida y llegaron hasta
Texas. A cada paso, aquel numeroso grupo iba siendo diezmado por las fiebres y
las luchas con los indios hostiles, hasta que la tropa quedó reducida a sólo
cuatro hombres: el propio Cabeza de Vaca, otros dos españoles, llamados Alonso
del Castillo y Andrés Dorantes, y el esclavo negro Estebanico.
Descalzos
y casi desnudos, los cuatro fugitivos cruzaron los desiertos del suroeste
americano. Se alimentaban de lagartos, que despellejaban con sus manos, y de
los gusanos que anidaban en la carne de los animales muertos. El propio Cabeza
de Vaca relató su penosa marcha de la siguiente manera: “Por toda aquella
tierra anduvimos desnudos, y como no estábamos acostumbrados a ello, a manera
de las serpientes mudábamos los cueros dos veces al año. Y nos corría por
muchas partes la sangre, de las espinas, piedras y matas con que tropezábamos”.
Un chamán con la piel blanca
La extrema odisea alcanzó su punto culminante cuando el explorador y sus
compañeros fueron capturados por los apaches. Y se salvaron de la muerte
gracias a que Cabeza de Vaca demostró unas inesperadas cualidades chamánicas.
Un joven de la tribu estaba herido por una flecha y el español, sin ningún
conocimiento de medicina, se ofreció a curarle. Con un cuchillo le abrió la
carne y extrajo la punta del proyectil. Afortunadamente, el paciente sobrevivió
a la herida y al inexperto cirujano; los indios, impresionados, llevaron al
cautivo a ver a los demás enfermos de la tribu. “Por la noche nos traían a los
hombres doloridos”, relató el aventurero, “y nosotros encomendábamos a Dios su
curación, de tal fortuna que por la mañana parecían tan recios como si nunca hubieran
enfermado”.
Aquellas curaciones supuestamente milagrosas convirtieron al español en un
venerado chamán, hasta el punto de que el jefe apache Duljian le ofreció como
esposa a su hija Amaria, con la que incluso tuvo dos hijos. Tras reemprender su
camino, los españoles cruzaron el territorio protegidos por la aureola de
poderoso curandero que rodeaba a su líder. Y así, los cuatro hombres avanzaron
por Texas, Arizona y Nuevo México. Su asombrosa aventura finalizó al avistar un
poblado español en territorio mexicano. Corría el año 1536; por tanto, Cabeza
de Vaca y sus compañeros ha­bían pasado nada menos que nueve años
vagando por aquellas desoladas tierras.
Me llamo Crusoe, Robinson Crusoe
Pero, probablemente, el náufrago más célebre de todos los tiempos sea el
protagonista de Vida y extraordinarias y portensosas aventuras de Robinson
Crusoe de York, navegante, la novela escrita por Daniel Defoe en 1719. Se trata
de un héroe de ficción, pero para crearlo, el escritor se inspiró en un
personaje real, el corsario escocés Alexander Selkirk, “víctima” de un castigo
habitual entre piratas: ser marooned.
¿Y
en que consistía? En ser abandonado en un arrecife con una pistola. Casi todos
morían ahogados cuando subía la marea, pero muchos de esos desdichados preferían
ahorrarse la agonía volándose la cabeza de un tiro. El caso de Selkirk fue
diferente. En 1703, cuando formaba parte de la tripulación del buque corsario
Cinque Ports, Selkirk, harto de pillajes y saqueos, pidió voluntariamente que
le aplicaran dicho castigo. Su deseo le fue concedido, y le desembarcaron en la
isla de Juan Fernández, a 600 km de la costa de Chile. Le entregaron dos
mosquetes, pólvora, herramientas y cinco gatos, para que le hicieran compañía.
Luego, el barco se hizo a la mar y Selkirk se dispuso a esperar la llegada de
otra nave que le recogiera. Pero conforme pasaron las semanas, nuestro hombre
comprendió que su espera iba a ser mucho más larga de lo que había imaginado.
Selkirk fijó su morada en una cueva, pero allí descubrió que no era el único
habitante de la isla… Millares de ratas anidaban en las entrañas de las rocas y
salían en plena noche para devorar a los intrusos; de hecho, incluso
exterminaron a dos de los felinos.
Superado el pánico de los primeros meses, Selkirk construyó un refugio en otra
zona de la isla, y poco a poco se convirtió en un hábil cazador; se alimentaba
de la carne de cabras salvajes y de tortugas gigantes. Y cada noche encendía
una gran hoguera en la playa, que servía de aviso para cualquier barco que pasara
por el horizonte. Pero nadie veía su luz.
Fueron necesarios más de cuatro años para que un buque recalara en Juan
Fernández. Cuando encontraron a Selkirk, el náufrago iba vestido con pieles y
no hablaba, sino que rugía, a la vez que recelaba de los recién llegados.
Parecía trastornado por la soledad, y tardó varios meses en volver a
comportarse como un ser sociable.
El hereje del océano
Todas las historias que hemos narrado pertenecen a personas que protagonizaron
epopeyas de supervivencia contra su voluntad. Pero, aunque parezca increíble,
también han existido náufragos voluntarios. Y el más célebre de todos fue el
médico francés
Alain Bombard, quien, en 1951, se propuso demostrar
que es posible atravesar el océano viviendo sólo de lo que se obtiene del mar.
Para ello, cruzó el Atlántico a bordo de la lancha neumática L’Hérétique.
Partió de Las Palmas el 22 de octubre de 1952 y arribó a la costa americana en
diciembre del mismo año.
Para
calmar su sed llegó a ¡beber agua de mar! Consumir agua marina es muy
peligroso, ya que su elevado contenido en sal altera la composición química de
la sangre. En un principio, los riñones filtran y eliminan parte de ese exceso
de sal, pero poco después, se atrofian por el exceso de actividad y a la
persona le sobreviene la muerte por nefritis.
Pero Bombard pensó que si consumía sólo medio litro de agua marina al día, la
cantidad de sal sería lo suficientemente pequeña como para que sus riñones la
eliminasen sin un riesgo excesivo para su organismo. Gracias a ese ritmo de
ingesta, la acumulación salina fue muy lenta y sus células pudieron asimilarla.
Pero
tan terrible como la sed fue la soledad. La angustia de estar confinado en el
reducido espacio de una lancha, unida al lentísimo discurrir de las horas y los
mareos, hicieron que Bombard sufriera lo que los médicos llaman “síndrome del
estrés del mar”.
Sus síntomas son náuseas y delirios, que producen visiones y empujan a algunos
náufragos a arrojarse al mar para poner fin de una vez a su sufrimiento. Un
cuadro aterrador que el aventurero describió después de forma muy expresiva:
“Cuando estás a la deriva, la mitad del tiempo la pasas temiendo la muerte, y
la otra mitad, deseándola”.
(Revista QUO)
Consigna de escritura:
A partir de la
lectura de “La invención de Morel” y los casos aquí mencionados, ¿te animás a
imaginar un “relato de un náufrago”? Buscá alguna isla en el mapamundi, una chiquita y
desconocida (o invéntate una) e imaginá cómo será desembarcar allí, qué te
llevó hacia allí y cómo sobrevivirías (o no.)
*Más fuentes de inspiración*
Recomiendo leer:
-“Mensaje en una
botella”, E. A. Poe
-“A la deriva” Horacio Quiroga
Recomiendo ver:
-Primeros capítulos de la serie LOST.
-“Camino hacia el
dorado” (Warner)
-“La playa” (Danny
Boyle, 2000)