Literatura
y viajes fantásticos
HermannMelville, Moby Dick (1851):
“Llámenme Ismael. Hace unos años
—no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el
bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a
navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo
de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me
sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi al-ma hay un noviembre
húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las
tiendas de ataúdes; y, especial-mente, cada vez que la hipocondría me domina de
tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la
calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los
transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan
pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo
filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el
barco. No hay nada sorprendente en esto.
Aunque no lo sepan, casi todos
los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los
míos respecto al océano.”
Robert
Stevenson, La isla del tesoro(1883):
“El
squireTrelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado
que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir
detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella
quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de
17... y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la
hostería “Almirante Benbow”, y el viejo curtido navegante, con su rostro
cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.
Lo
recuerdo como si fuera ayer: llegó a la puerta de la posada meciéndose como un
navío, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era
un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos
dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca
que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con
uñas negras y rotas, y el sablazo que cruzaba su mejilla era como
un
costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y
masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción
marinera que después tan a menudo le escucharía:“Quince hombres en el cofre del
muerto...¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!”
Julio
Verne, maestro entre maestros de los viajes.
Viaje al
centro de la Tierra
Publicada
en 1864, fue la segunda de las grandes novelas de
aventuras que darían fama universal al escritor francés Julio Verne. La acción
comienza en la apacible mansión de un viejo barrio de Hamburgo donde reside el
profesor Lidenbrock, geólogo y mineralogista. Conviven con el irascible
profesor una protegida suya, Graüben, y un sobrino, Axel, que ayuda en sus
trabajos a su tío y está enamorado en secreto de la dulce Graüben.
El ritmo
normal de las cosas se ve profundamente trastornado a consecuencia de un
antiguo criptograma descubierto en un manuscrito rúnico. En tal criptograma un
alquimista islandés del siglo XVI, ArneSaknüssemm, dejó oculta una
extraordinaria revelación: por uno de los cráteres del Sneffels, volcán extinto
de Islandia, Saknüssemm había logrado penetrar hasta el centro de la Tierra.
Sin perder un solo instante, el profesor comienza a organizar la expedición. Y un
mes más tarde, el profesor Lidenbrock y su sobrino Axel, junto con Hans Bjelke,
un guía islandés tan flemático como exaltado es su nuevo jefe, se internan en
las entrañas de la Tierra.
Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) es, entre su extensísima producción, uno de los libros que conserva más íntegro su encanto. La peripecia se inicia cuando una fragata americana parte en busca de un monstruo marino de extraordinarias proporciones al que se atribuyen múltiples naufragios. El monstruo aparece, se precipita sobre el barco expedicionario y lo echa a pique, llevándose en su espinazo al naturalista Aronnax, a su fiel criado Conseil y al arponero Ned Land. El monstruo resulta ser un enorme submarino, el Nautilus, en el cual los tres hombres pasarán cerca de diez meses hospedados por el enigmático capitán Nemo, artífice del invento. Visitarán los tesoros sumergidos de la Atlántida, lucharán contra caníbales y pulpos gigantes y asistirán a un entierro en un maravilloso cementerio de coral.
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