viernes, 24 de julio de 2015

Viajes fantásticos

Literatura y viajes fantásticos


HermannMelville, Moby Dick (1851):

“Llámenme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi al-ma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especial-mente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto.
Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.”

Robert Stevenson, La isla del tesoro(1883):

“El squireTrelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería “Almirante Benbow”, y el viejo curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.
Lo recuerdo como si fuera ayer: llegó a la puerta de la posada meciéndose como un navío, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas, y el sablazo que cruzaba su mejilla era como
un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía:“Quince hombres en el cofre del muerto...¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!”

Julio Verne, maestro entre maestros de los viajes.

Viaje al centro de la Tierra

Publicada en 1864, fue la segunda de las grandes novelas de aventuras que darían fama universal al escritor francés Julio Verne. La acción comienza en la apacible mansión de un viejo barrio de Hamburgo donde reside el profesor Lidenbrock, geólogo y mineralogista. Conviven con el irascible profesor una protegida suya, Graüben, y un sobrino, Axel, que ayuda en sus trabajos a su tío y está enamorado en secreto de la dulce Graüben.
El ritmo normal de las cosas se ve profundamente trastornado a consecuencia de un antiguo criptograma descubierto en un manuscrito rúnico. En tal criptograma un alquimista islandés del siglo XVI, ArneSaknüssemm, dejó oculta una extraordinaria revelación: por uno de los cráteres del Sneffels, volcán extinto de Islandia, Saknüssemm había logrado penetrar hasta el centro de la Tierra. Sin perder un solo instante, el profesor comienza a organizar la expedición. Y un mes más tarde, el profesor Lidenbrock y su sobrino Axel, junto con Hans Bjelke, un guía islandés tan flemático como exaltado es su nuevo jefe, se internan en las entrañas de la Tierra.

Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) es, entre su extensísima producción, uno de los libros que conserva más íntegro su encanto. La peripecia se inicia cuando una fragata americana parte en busca de un monstruo marino de extraordinarias proporciones al que se atribuyen múltiples naufragios. El monstruo aparece, se precipita sobre el barco expedicionario y lo echa a pique, llevándose en su espinazo al naturalista Aronnax, a su fiel criado Conseil y al arponero Ned Land. El monstruo resulta ser un enorme submarino, el Nautilus, en el cual los tres hombres pasarán cerca de diez meses hospedados por el enigmático capitán Nemo, artífice del invento. Visitarán los tesoros sumergidos de la Atlántida, lucharán contra caníbales y pulpos gigantes y asistirán a un entierro en un maravilloso cementerio de coral.

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