jueves, 17 de septiembre de 2015

Literatura e hipnosis

QUIEN ESTABA AL MANDO

Londres, 1884.

El whisky colmaba el vaso de Guilliam Johansen. El obeso burgués lo blandía altivo debajo del coche, mientras ofrecía la restante de sus gruesas pero delicadas manos a la señorita Flecher. La mujer, con recelosa aprensión, respondió el gesto con delicadeza, y se posó sobre el suelo de tierra con la misma ceremoniosa elegancia con la que, metódicamente, le sonreía a su pretendiente que tan solícito se había mostrado al enseñarle la fábrica. El sol del mediodía sacaba lustre de su maquillaje, algo desaliñado, y ella se protegió desplegando una sombrilla sobre su coronilla trenzada.
—Agnes, querida ¿Te resultó tedioso el viaje? —preguntó Johansen, esgrimiendo una preocupada atención que, sin embargo, velaba un dejo irritado—. Es realmente horrible el camino, con toda la miseria de por medio. No tendrías que haber venido. ¡No hay nada digno de ver acá!
—¿Porqué te preocupás? ¿Ya llegé, no? El viaje fue horrible, sí. Ese estúpido cochero no paraba de buscar cada pozo que dios puso en el mundo para arruinarme el rouge.
En efecto, el rojo intenso de sus labios se excedía de las fronteras que la naturaleza había trazado para delimitar su boca del resto del rostro. El hombre asido al pescante sobre el coche, interpelado, se volvió hacia la pareja con una mirada fulminante.
—Insolente —sentenció Johansen, y chasqueó los dedos. El famélico anciano se irguió al acto, mirada al frente, y azuzó a los caballos—. Bestia ingrata.
La mujer sonrió al ver el polvo que levantaba la carrocería al marcharse.
—Justamente quería verte en acción —le dijo al burgués—. En tu trono. Quería ver como funcionan las cosas acá, como las hacés funcionar.
Guilliam hinchó el pecho. Casi se alegró de tener a su mujer en la fábrica. Por primera vez, podría dejar correr los impulsos de representar para la dama el papel de macho alfa de aquella manada, podría regocijare ante la mirada de Agnes del respeto que imponía en todos los demás hombres. Fantasía que aprobaba de algún modo al clasificarla como una extraña necesidad evolutiva luego de que El origen de las especies hubiera llegado a sus manos. Pero cumplir aquella fantasía conllevaba un riesgo. El acaudalado burgués temía exponerse demasiado. Porque, después de todo, no sólo usaba el látigo del sueldo para imponer aquel respeto incólume. El otro látigo no sería aceptado por la sociedad londinense. Su reputación, de conocerse esta nueva metodología, estaría teñida del odio que, seguramente, provendría del movimiento abolicionista, que hacía pocos años había acabado con la esclavitud en Inglaterra. Y Agnes, como toda señora respetable, había comulgado en varios clubes de beneficencia que, entre muchas otras causas de moda, habían acogido la bandera abolicionista como propia. No podía confiar en que ella no lo denunciaría ante las autoridades, ni que, mucho menos, siguiera a su lado si se enterara de todo. Tendría que andar con cuidado.
Le sonrió a Agnes y, con una mano alrededor de su cintura, la guió por el camino de grava bajo la frescura de su sombrilla hasta el imponente edificio que desperdigaba una humareda por las grandes chimeneas industriales. Decidió retomar la conversación.
—Son tiempos complicados —dijo, a mitad del camino—. Mi padre y su padre seguro no tenían tantos inconvenientes... Con este maldito marxismo, las huelgas casi nos dejan en quiebra. El pasado año se detuvo la producción de textiles tres veces en ocho meses.
Agnes, divertida, jugueteaba haciendo girar la pestaña de su sombrilla.
—Pero pudiste resolver todo. De lo contrario, no nos hubiéramos permitido la casa de campo, o aquella cámara fotográfica.
—Sí, encontré la forma de encauzar el ánimo de los muchachos en el camino correcto. Las tasas de producción de este año son vertiginosas. Y si seguimos en la racha, en pocos meses más voy a poder renovar toda la maquinaria.
—Siempre me gustó el abedul —comentó Agnes, aludiendo al blanquecino y endeble tronco que crecía desde hacía unos años en el patio de la fábrica.
—¿Alguna vez habías visto ese árbol?
La mujer sonrió y le revolvió un poco el pelo.
—Hablo de la especie, Guilliam. ¿Cómo pude haberlo visto antes si nunca quisiste que viniera? —Agnes carraspeó, el verano había reavivado su característica alergia.
En vez de responder, Johansen afirmó convencido y se desembarazó de ella ante el enorme portón de hierro y corrió el picaporte.
—Adelante...
El vestíbulo era una sala espaciosa rodeada de paredes ladrilladas. Si bien los ventanales frontales iluminaban bastante el interior, las pupilas de ambos debieron hacer un esfuerzo por contraerse y aprovechar con mayor eficacia la menor cantidad de luz que recibían. Un fogonero, sucio hasta los tobillos de hollín, hundido en un pantano de carbón, aferrando una pala, se dio vuelta cuando vio entrar a la pareja. Detrás de él se abría en la pared la boca de una crepitante chimenea.
—Buenos días jefazos.
—¿Cómo dijiste? —Preguntó Guilliam, no tan desconcertado por la cínica descortesía como por la pluralidad del saludo—. ¿Qué significa este chiquero?
El hombre miró el fango de carbón que se abría bajo sus pies.
—La carretilla está rota. Vacié las bolsas de carbón en el suelo para tenerlo más a mano.
—¿Y quién va a limpiar todo esto? —preguntó. Sin embargo, era una pregunta retórica, porque en seguida contestó:— Usted, ya mismo.
—Pero señor, si saco el carbón, más adelante voy a tener que traerlo. Si primero lo uso, sólo voy a tener que pasar una barrida cuando termine la jornada.
—Tiene razón —dictaminó la mujer.
Guilliam rebullía de ira. No podía dejar que el bastardo socavara su autoridad junto a Agnes. Tampoco podía enderezarlo sin levantar sospechas, no con la mujer de testigo. Estaba en una encrucijada. A lo mejor, si lo hacía con disimulo, ella no se daría cuenta. Después de todo, ya había recurrido al método hacía unos pocos minutos, y Agnes no había mostrado un ápice de comprensión.
—De ninguna manera. Es mi fábrica y deseo que se mantenga en condiciones dignas. Use las bolsas vacías y junte todo este desastre. De inmediato —subrayó la orden chasqueando los dedos mientras pronunciaba la sílaba tónica de la última palabra. El fogonero perdió todo interés en discutir y pasó mecánicamente a recolectar con su pala los carbones desparramados por el suelo.
Guilliam le ofreció el antebrazo a su mujer, y se internaron por la puerta siguiente. El fuego de la chimenea del vestíbulo calentaba una caldera de vapor (del segundo piso), que a su vez accionaba al volante de transmisión que proveía el movimiento a los numerosos telares mecánicos del taller principal del edificio, donde la pareja acaba de entrar.
Estaban de turno siete mujeres manipulando las máquinas. El algodón entraba como materia prima arrastrado por un grupo de hombres, que cargaban a su salida rollos de tela que iban a parar al almacén, en la planta alta, junto a las calderas.
Agnes caminaba con la vista perdida al frente, su curiosidad se había extinto en el vestíbulo. Guilliam oyó su silencio y pensó por un momento si no se le había ido la mano. Tal vez incluso ya sospechaba algo. Imposible, solamente estaba en desacuerdo con la orden que le había dado al hombre, tal vez pensaba que había sido cruel con él. Pero la miró, y, si bien algo enajenada, sonreía. Guilliam hizo lo mismo. Después de todo, era exactamente lo que había presagiado en sus fantasías, ella estaba cada vez más impresionada ante su propio puño de hierro, que comandaba con el mismo éxito su industria algodonera que con el cuál, seguramente, dirigiría su futura familia...
Absorto en sus elucubraciones, de camino al fondo del taller, hacia su despacho, no vio el accidente. Sólo escuchó el crujido metálico. Uno de los telares se había atascado. A cargo de la máquina estaba una mujer joven, con cara de preocupación. Guilliam se acercó con paso decidido.
—¡Tenga más cuidado, niña! Escuchen todas: cada vez que se atore el hilado, perdemos la producción de un telar por media hora. Se descontará el monto que eso supone de sus sueldos.
La mujer lo miró preocupada. El resto se amontonó en torno a Guilliam, a los gritos. El empresario se inquietó. ¿Cuántos problemas tendría? La paciencia ya se le había agotado. No permitió que la discusión se extendiese y chasqueó los dedos. Todas volvieron a sus puestos, olvidando el reclamo, sin demostrar rencor.
Guilliam sonrió y se volvió hacia Agnes. La sonrisa se le borró de la cara. Ella había visto todo. Había visto como doblegaba la voluntad de sus empleadas sin siquiera abrir la boca. El ademán del chasquido, lejos de aparentar ser un simple suplemento de su expresión, ahora quedaba expuesto como el principal arma sugestiva. Ella lo miraba a los ojos, con el semblante serio e inexpresivo.
Sin una muestra del protocolar trato amoroso que le había brindado hasta entonces, la sujetó de los hombros y la condujo hacia su despacho.
—Tenemos que hablar.
Agnes se encontró sujetada a una silla mullida, con las manos atadas tras el respaldo, detrás de la mesa de lustrosa madera del despacho de Johansen. Tenía la boca amordazada por su propio pañuelo aterciopelado. El empresario caminaba de un lado para otro, exhibiendo su incomodidad ante la nueva naturaleza de los acontecimientos.
—Perdón querida. Tenemos que esperar sólo un poco más. Ya llega.
Agnes alzó una ceja, forzando una mueca inquisidora.
—Un capataz nuevo. Empezó a fines del año pasado. En realidad, él fue quién me ayudó a resolver el problema de las huelgas. Cobra una fortuna, pero nadie más puede hacer lo que él hace.
El vaso de whisky estaba en el piso, vacío, se había estrellado durante el forcejeo preliminar. En su lugar, Guilliam portaba un habano entre su índice y su anular. Exhaló una bocanada de humo, y miró de soslayo su reloj de pie.
—Representa un gasto importante, pero es efectivo. Ya comenzaba a temer, querida, que los bárbaros arrasaran los telares. Los malditos creen que las máquinas tienen la culpa. No iba a permitir que nos hundieran a todos, Agnes.
La aludida se retorció en su presidio.
—¿Recordás esa discusión que mantuvimos, cielo? En septiembre, cuando fuimos a ver el espectáculo de George Sykes. El hombre había logrado que todo espectador que se subiera a la tarima quedara totalmente a la merced de su voluntad. Era asombroso. Pero mis entrenados ojos emprendedores no podían asimilar que tal potencial se malgastara sobre un escenario, en medio de las épocas turbulentas en las que vivimos. Deseé participarte de mis proyectos esa misma noche, pero dejaste bien claro tu escepticismo antes de que pudiera decirte nada. Reprimí los impulsos de refregarte tu error en la cara por mucho tiempo.
«Lo contacté tres días después. Le expliqué como sería el trabajo y el hombre accedió. Rezongué un poco cuando escuché las limitaciones de su arte, y sobre todo cuando me extendió sus honorarios. Resulta que para lograr la sugestión total sobre cada trabajador, necesita realizar una sesión individual de media hora. Y eso no es todo, la sugestión tiende a debilitarse con el tiempo. El hombre es ingenioso, programó una señal que, al recibirla, cada mente misma se encarga de reforzarla. Lo exhorté a que utilizara este sonido —Guilliam chasqueó los dedos—. Por fin le encontré una utilidad a esta maldita manía mía. Nadie que me conozca vería nada extraño en cómo me comporto, y lo haría con la frecuencia necesaria incluso aunque me olvidara concienzudamente de hacerlo.
«Desde luego, ellos no reconocen la sugestión externa, así como tampoco rememoran esa media hora de sesión. Es un profesional, borra los mismos rastros de la intervención. Se acabaron las huelgas, las pujas salariales, el desacato. Le pago a este hombre cada mes con gusto, Agnes.
Alguien llamó a la puerta de la oficina.
—El capataz llegó. Muy oportuno, justamente le acabo de programar una sesión para hoy... Disculpame, Agnes, pero no espero que apruebes todo esto, te conozco. No pienso que me entiendas ahora, pero si puedo evitar que hables, o que recuerdes, nos estoy haciendo un favor a los dos.
Primer final
George Sykes se cruzó de brazos. Había colgado su galera en el perchero y se había colocado sus anteojos. El hombre tenía dos patillas victorianas y un débil cuero cabelludo en torno a su coronilla pelada. Ahora se inclinaba sobre la mujer.
—¿Problemas maritales?
—No, en realidad, nunca estuvimos mejor. Pero me vio, George, descubrió todo.
El hipnotista corrió la mesa, y colocó una silla de frente a la cautiva.
—¿Y ahora quiere que la restaure? —preguntó Sykes, mientras intercambiaba una mirada preocupada con Agnes.
—Sí, que olvide todo el día de hoy. Incluso si pudieras hacer que abandone sus intenciones de venir al galpón, te lo agradecería...
George se rascaba la barbilla.
—Hoy es primero, Guilliam, ¿Entonces deseás renovar el contrato?
—Por supuesto, hoy te necesito más que nunca —dicho esto, el empresario descorrió un grueso escritorio y dejó expuesta una pequeña compuerta en la pared. Extrajo un fajo considerable de billetes y volvió a colocar al mueble en su lugar.
—Muchas gracias —George recibió el dinero—. Como siempre, necesito que nos dejes solos unos minutos, Guilliam.
El empresario abandonó su despacho, como siempre lo hacía cuando se convertía en la sala operativa del hipnotista. Estrenando su privacidad, Geroge Sykes se masajeó el entrecejo.
Agnes lo miraba impaciente y sacudía su cabeza.
—¿Para qué viniste, mujer? —el hipnotista le desató el pañuelo, y tomó asiento frente a ella.
—No puedo confiar en el viejo idiota. Es un caprichoso y crédulo infante, en el cuerpo de un hombre poderoso. Necesito controlarlo de cerca.
El hipnotista sonrió.
—Para eso estoy yo. Ya nos arriesgamos bastante las otras veces, y ahora decidís venir con él. ¿En qué pensabas?
—Desde que lo conozco tengo bien claro que el hombre necesita que alguien vele por él y por las estupideces que perpetra. Tres años bajando salarios, y como resultado estallaron las huelgas y las tensiones. Y luego el imbécil quiere contratar un hipnotista. ¡Pero a mí no me hace caso! Yo nací en el seno de una familia de doctores. Sé muy bien que las sugestiones deben ser infundidas sobre un paciente predispuesto. Nadie puede esclavizar a nadie por medio de hipnotismo.
—Menos el gran Sykes.
Agnes sonrió, mientras Sykes desataba sus manos.
—Ni siquiera el gran Sykes. Pero no es necesario que seas un gran actor para convencer a Guilliam de lo contrario.
—Una lástima. El sueldo de un hipnotista —dijo, mirando el fajo de billetes— denigraría hasta el sueldo de un muy buen actor.
—Justamente —Agnes le separó unos pocos billetes—, vos cobrás como un actor mediocre.
La mujer se apropió de otra reducida cantidad y el resto lo dejó sobre la mesa.
—Encargate de la repartija.
La repartija era lo que en realidad hacía George con los empleados cuando Guilliam los dejaba solos en su oficina. Era un suplemento del sueldo, que apaleaba las mayores urgencias de los algodoneros, a cambio de que respetaran sencillas instrucciones: deberían recrear la máxima obediencia para con el burgués cuando este chasqueara los dedos. La mayoría reprimía una sonrisa pícara cada vez que el hombre paseaba por los pasillos del edificio creyendo ser dios, como un rey desnudo.
—Me alegra mucho, George, que hayas resultado un hombre noble. Cualquier otro embaucador habría robado el dinero que ofrecía Johansen y esta fábrica se hubiera terminado de hundir.
—También lo hubiera hecho si su esposa no resultara ser una benevolente manipuladora.
—¿No serás vos el benevolente maleable? Yo no hice más que sugerirte la idea antes de que Guilliam te contactara.
El repiqueteo de las maquinarias se reanudó. Al parecer, el telar defectuoso había sido refaccionado.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el actor— La de las ideas sos vos.
Guilliam le daba las instrucciones al cochero mientras sostenía la cabeza de Agnes, que se sacudía por los bruscos saltos del chasis al andar. Pobre mujer, anestesiada y amnésica. Era una lástima que el día se hubiera consumido con tal desenlace, la visita había salido perfecta hasta ese traspié con las mujeres de los telares. Pero gracias a dios, George era un maestro, se había hecho cargo de Agnes con un profesionalismo impoluto. Se la había devuelto dormida, sólo tendría que llevarla hasta su casa y creería que se había despertado de una pequeña siesta vespertina. Ya tendría otras oportunidades para ostentar su bravura ante ella, para demostrar quién estaba al mando.
Segundo final
George Sykes ladeó la cabeza. Había colgado su galera en el perchero y se había colocado sus anteojos. El hombre tenía dos patillas victorianas y un débil cuero cabelludo en torno a su coronilla pelada. Ahora se inclinaba sobre la mujer.
—¿Qué forma es esa de tratar a una dama?
George miró con una expresión acusadora a Guilliam y el burgués vaciló.
—Surgió un problema, George. Ella, me figuro que descubrió todo. Pensé que sería lo mejor, para nosotros, para la fábrica, que la ayudemos a aclarar un poco sus ideas, ¿No te parece?
—Sí, por supuesto. ¿Pero por qué maniatada? ¿No se merece ni un poco de tu confianza?
—Pensé que...
—No puedo trabajar así. Nunca me encomendaste obrar sobre un paciente tan reacio. Necesito un mínimo de cooperación. A tus empleados les decías que era un chequeo médico, pero esto es demasiado... Su sistema límbico está excitado en extremo. Demasiada adrenalina, esta mujer está, orgánicamente, a la defensiva. Su cuerpo se prepara para luchar, para correr o para esconderse. No puedo sugestionar, bajo ningún punto de vista, a tu esposa en estas condiciones.
—Todavía no es mi esposa.
—Yo te sugiero, Guilliam, que la desates y le quites ese pañuelo ridículo. La única forma de proceder es convencerla por las buenas de que su olvido es lo mejor para todos.
El burgués finalmente desistió. Esperaba que su esposa comenzara a insultarlo a los gritos, tal vez que llorara desconsolada, o que simplemente se quedara callada. Para nada hubiera previsto que, con la libertad renovada de su boca, entablara una conversación de lo más natural con George.
—Qué ocurrente, Sykes.
—Puedo improvisar bastante bien cuando me esmero, ¿vio?
—De hecho, usted debería haber sido actor.
—Quizá en alguna vida paralela lo haya sido.
Guilliam intentaba seguir el hilo de aquella conversación delirante.
—Pero no hice sacarle el pañuelo de la boca para hablar sobre mis dotes actorales ¿Sabe?
—Sí, me imaginé. La necesitamos para solucionar este asuntito
—¿De qué demonios están hablando? —Estalló Guilliam, en la cornisa de la cordura, intentando no caer.
—De usted —explicó con naturalidad Sykes—. Desde luego, no rememora la entrevista en la que acordamos mi contrato ¿O sí?
—Lo recuerdo perfectamente.
—Hablo de la verdadera entrevista. No la implantada en su mente, producto de la sugestión. De hecho, su mujer estaba presente.
—¿Agnes? ¡Ella se quedó en casa, nunca le dije nada! Ella se hubiera negado, de todos modos. Nunca creyó en el hipnotismo. ¿Qué falacias dice?
Agnes, aburrida, miraba a George.
—¿En serio tenemos que explicarle todo ahora? ¿Para qué?
—Me gusta verlo cada vez que comprende, amor. Las muecas que ha llegado a poner este señor son imperdibles.
¿George diciéndole amor a Agnes? ¿George faltándole el respeto con total impunidad al propio Guilliam? Esto estaba saliéndose de control.
—Exijo una explicación. Si usted resulta ser en efecto un amante de mi mujer, los dos están arruinados.
Agnes rechinaba sus dientes de pura rabia.
—¿No te das cuenta —dijo ella—, gran soberbio, que no tenés ningún tipo de autoridad? En efecto, no le creía, y temía que nos mandaras a la quiebra dándole el poco capital que nos quedara a un canalla. Por eso me contacté con él antes de que pudieras hacerlo.
Sykes caminó a su lado y puso una mano en su hombro.
—Esa noche me convenció de mi error —siguió diciendo—. Tenías razón, Guilliam, después de todo, como bien dijiste. Este hombre tiene un don. Desde entonces le creo.
—Y desde entonces me ama —dijo George, disfrutando al pronunciar cada palabra de la oración—. Me describió al animal de su marido y quise ayudarla. Cuando viniste días después, ella estaba presente. Había conseguido que le contaras tus intenciones y pidió acompañarte.
«Pero cuando te esbocé los números, confieso que un poco inflados, te mostraste receloso, Guilliam. Así que te exhorté a que entraras en trance para que verificaras por tu cuenta mi capacidad. Cuando quedaste dormido, sin embargo, le propuse a Agnes la solución perfecta a sus dilemas. ¡Ella podría dejar de ser víctima de tus negligencias, para hacerse responsable de todo! Te sugestioné para que le obedecieras, y programamos tu mente con su propio refuerzo para que contrarrestara el desgaste habitual de la hipnosis. Ella se fue, y, al despertar, acordamos nuestro propio trato.
«Desde entonces ella acude regularmente a la fábrica para controlar como van las cosas por acá, Guilliam. Más de una vez te diste cuenta, o intentaste desobedecerle de alguna forma. Más de una vez tuvo que reforzar la sugestión con su señal.
—Hoy mismo, de hecho, lo tuve que hacer —dijo ella, ante la mirada trastornada del burgués, a quién la situación ya le había sobrepasado—. Pensé que no me habías tomado en serio cuando te dije que nunca había visto el abedul del frente. Con un ligero sonido, te obligué a que me creyeras.
—¿Qué sonido? —Preguntó Guilliam, sólo por decir algo. Había perdido toda noción de realidad, le costaba pensar.
—Un sonido que hubiera hecho hábito, exactamente como tu chasquido. Quiero que olvides, Guilliam, que te convenzas de que pudiste someterme hoy, que no dudes de tu completa supremacía, de la misma forma que lo has hecho siempre, quiero que salgas de esta habitación y vuelvas a entrar en pocos segundos. Quiero que me obedezcas, Guilliam —dijo Agnes, y carraspeó. La escena se disolvió en un mar de negrura.
Guilliam le daba las instrucciones al cochero mientras sostenía la cabeza de Agnes, que se sacudía por los bruscos saltos del chasis al andar. Pobre mujer, anestesiada y amnésica. Era una lástima que el día se hubiera consumido con tal desenlace, la visita había salido perfecta hasta ese traspié con las mujeres de los telares. Pero gracias a dios, George era un maestro, se había hecho cargo de Agnes con un profesionalismo impoluto. Se la había devuelto dormida, sólo tendría que llevarla hasta su casa y creería que se había despertado de una pequeña siesta vespertina. Ya tendría otras oportunidades para ostentar su bravura ante ella, para demostrar quién estaba al mando. Inspiró y exhaló ahondado, mientras veía pasar los campos por la ventanilla. Pese a todo, se sentía excelente, embriagado por el poder que cada día se extendía, con la cabeza de su mujer en su regazo. La sensación de regocijo lo invitó a reflexionar sobre los cauces que podía tomar la realidad, agradecido de que el buen George Sykes se hubiera cruzado con él entre los errantes senderos de la vida, y deseó que aquél momento de gozo se repitiera, si es que la historia universal podía discurrir de muchas formas posibles, en varias de aquellas infinitas posibilidades.

Joaquín Rodriguez.

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