jueves, 17 de septiembre de 2015

La imagen y la palabra: crear historias a partir de fotos.

Hace ya mucho años existía un pueblo desconocido por todos, menos por sus habitantes. Era un pueblo tan pequeño y remoto, que sus pocos habitantes ni siquiera se habían molestado en nombrarlo. Sin embargo, una pequeña y adorable niña, lo había llamado “ El país de las maravillas”, pues todo ante sus inocentes ojos parecía maravilloso, aun cuando, honestamente, no lo era.
La imaginación de Celestia fue alimentada durante toda su niñez por sus padres. Por un lado, su padre Damián, que trabajaba largas jornadas en un taller como zapatero para poder aportar algo de dinero a su familia, que no se encontraba en las mejores condiciones económicas; y por el otro su madre, quien años atrás, tras un fatídico accidente quedó inmovilizada de la cintura para abajo.
La vida de Aurora se dividía entre la cama y una silla de madera ubicada al lado de la ventana, dónde con ayuda de su marido era ubicada todas las tardes al lado de sus ovillos de lana, su aguja e hilo.
En frente del taller de Damián, existía una librería con muy pocos y codiciados ejemplares. En la vitrina se exponía un libro de tapas color carmín, con letras doradas y una corona en el centro. Celestia solía detenerse ahí todas las tardes y lo contemplaba durante algunas horas, mientras esperaba que algunos de sus amigos se levantaran para poder jugar o esperaba a que su padre termine su jornada de trabajo y salga del taller. Le habían enseñado que desear estaba mal, pero aún así ella no podía evitar desear tener ese maravilloso libro en sus manos, aún cuando no sabía siquiera leer.
Su padre la observaba a veces, desde la ventana de su taller mirando embobada la vitrina a sus siete años y, junto con Aurora decidieron hacer algunos recortes para, luego de tres años, tener suficiente dinero para poder comprárselo.
El pequeño sacrificio valió la pena al ver la carita de felicidad de Celestia, que aferró el libro entre sus brazos y se encerró horas y horas de cada día en su cuarto a observar con adoración las imágenes de bellas mujeres con muchas joyas y vestidos preciosos y a esos hombres con trajes tan elegantes y una gran corona dorada en su cabeza.
Celestia solía mostrarles a sus padres las imágenes y chillar de alegría cada vez que se sentaban en la mesa a comer sopa y su madre comentaba el bello vestido de alguna vecina que veía por la ventana.
Como se avecinaban tiempos difíciles y de escasez, Aurora tuvo que transformar su pasatiempo en un trabajo, ya no tejía, cosía y bordaba por diversión, sino para los demás. Abrió un pequeño negocio independiente donde remendaba prendas para sus vecinos o creaba pantalones, camisas o algún simple vestido de verano. Con el tiempo, su técnica fue aumentando y se volvió tan buena que una noche de insomnio, le pidió a su marido que la llevase a la silla y agarrara el libro rojo del cuarto de su hija. Al día siguiente, Celestia despertó con un vestido nuevo, igual al que reflejaba una de las ilustraciones de su libro.
Pero la verdadera historia comienza acá, cuando una tarde de otoño la alegre muchacha de ya doce años iba a la panadería buscar pan para la cena, como todos los días, y se topó con la presencia de un extraño muchacho, de aproximadamente su edad, sentado en una esquina arriba de una manta azul y algo raída. Tenía la mirada perdida mientras abrazaba su propio cuerpo y un mechón de cabello color oscuro escapaba de su gorro de lana color bordo y caía sobre su ojo izquierdo. Se veía descuidado y algo hambriento, concentrado en quien sabe qué cosa. Ni siquiera noto a Celestia, que al pasar a su lado pauso su alegre canto y torció sus labios en una mueca de pena.
Al volver, cargada con una bolsa de pan en la mano saltando por el camino, perdida en su propio mundo, volvió a verlo. Esta vez su mirada reflejaba tristeza para mientras miraba un punto fijo en la otra cuadra, como si fuese de piedra, casi sin pestañear. Ella se detuvo y, sin pensarlo, sacó uno de los tres panes de su bolsa. Se acercó hasta estar a unos pocos centímetros y sin palabras que estorbasen extendió la mano.
El chico levantó la vista desenfocada y la vio, confundido y desconfiado. Luego de eso, volvió a bajar la mirada.
Celestia se agachó hasta estar a su altura y depósito el pan recién hecho sobre la manta azul. Se levantó y se despidió con una sonrisa de aquel desconocido. Sabía que lamentaría un poco su gesto a la hora de la cena, pero por un extraño motivo se sentía feliz. Siguió cantando e imaginando hasta que llegó a su humilde casa. Explicó el pan faltante a su madre alegando que se lo había comido en el camino. Corrió a su cuarto, se puso su ya algo viejo vestido y abrió el libro, como todas las tardes, pasando las páginas con letras que ya se había memorizado y saltando directamente a las imágenes. Esa tarde las observo atentamente, como si no se supiera cada detalle de memoria.
Celestia continuó dándole uno de sus tres panes al desconocido en la esquina, que cada día se veía un poco más miserable y desnutrido.
Al quinto día, el muchacho le devolvió la sonrisa. Tres días después logró articular un gracias, su voz salió algo rasposa y sincera.
Sin saber muy bien porqué, Celestia fue juntando durante una semana las pocas sobras de sus cenas. A la misma hora de siempre, salió para comprar el pan, pero antes de salir guardo en una bandejita de plástico la comida y agarró del pozo de agua del patio una botellita llena de agua.
Para darle una sorpresa, evito pasar por delante suyo en el viaje de ida, y ya con la bolsa de panes en una mano y la bandeja en la otra, pasó por la ya tan familiar esquina.
El muchacho levantó la mirada y la vio. Ella se agacho y como todas las tardes sacó uno de sus tres panes de la bolsa, pero esta vez sin embargo apoyó también la bandeja y la botellita de agua. Estaba a punto de levantarse, sonreír e irse, como siempre, pero un ruido captó su atención. El pelinegro se había corrido, dejándole un lugar en su vieja manta, invitándola sin palabras a sentarse a su lado.
Con algo de miedo y mucho cuidado Celestia se sentó a sobre la gastada manta color océano y ambos se quedaron en silencio durante algunos minutos, la bandeja, el pan y el agua frente a ellos.

Melu Suffiotti

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