Hace ya mucho años existía un pueblo desconocido por todos, menos
por sus habitantes. Era un pueblo tan pequeño y remoto, que sus pocos
habitantes ni siquiera se habían molestado en nombrarlo. Sin embargo,
una pequeña y adorable niña, lo había llamado “ El país de las
maravillas”, pues todo ante sus inocentes ojos parecía maravilloso, aun
cuando, honestamente, no lo era.
La imaginación de Celestia fue
alimentada durante toda su niñez por sus padres. Por un lado, su padre
Damián, que trabajaba largas jornadas en un taller como zapatero para
poder aportar algo de dinero a su familia, que no se encontraba en las
mejores condiciones económicas; y por el otro su madre, quien años
atrás, tras un fatídico accidente quedó inmovilizada de la cintura para
abajo.
La vida de Aurora se dividía entre la cama y una silla de
madera ubicada al lado de la ventana, dónde con ayuda de su marido era
ubicada todas las tardes al lado de sus ovillos de lana, su aguja e
hilo.
En frente del taller de Damián, existía una librería con muy
pocos y codiciados ejemplares. En la vitrina se exponía un libro de
tapas color carmín, con letras doradas y una corona en el centro.
Celestia solía detenerse ahí todas las tardes y lo contemplaba durante
algunas horas, mientras esperaba que algunos de sus amigos se levantaran
para poder jugar o esperaba a que su padre termine su jornada de
trabajo y salga del taller. Le habían enseñado que desear estaba mal,
pero aún así ella no podía evitar desear tener ese maravilloso libro en
sus manos, aún cuando no sabía siquiera leer.
Su padre la observaba
a veces, desde la ventana de su taller mirando embobada la vitrina a
sus siete años y, junto con Aurora decidieron hacer algunos recortes
para, luego de tres años, tener suficiente dinero para poder
comprárselo.
El pequeño sacrificio valió la pena al ver la carita
de felicidad de Celestia, que aferró el libro entre sus brazos y se
encerró horas y horas de cada día en su cuarto a observar con adoración
las imágenes de bellas mujeres con muchas joyas y vestidos preciosos y a
esos hombres con trajes tan elegantes y una gran corona dorada en su
cabeza.
Celestia solía mostrarles a sus padres las imágenes y
chillar de alegría cada vez que se sentaban en la mesa a comer sopa y su
madre comentaba el bello vestido de alguna vecina que veía por la
ventana.
Como se avecinaban tiempos difíciles y de escasez, Aurora
tuvo que transformar su pasatiempo en un trabajo, ya no tejía, cosía y
bordaba por diversión, sino para los demás. Abrió un pequeño negocio
independiente donde remendaba prendas para sus vecinos o creaba
pantalones, camisas o algún simple vestido de verano. Con el tiempo, su
técnica fue aumentando y se volvió tan buena que una noche de insomnio,
le pidió a su marido que la llevase a la silla y agarrara el libro rojo
del cuarto de su hija. Al día siguiente, Celestia despertó con un
vestido nuevo, igual al que reflejaba una de las ilustraciones de su
libro.
Pero la verdadera historia comienza acá, cuando una tarde
de otoño la alegre muchacha de ya doce años iba a la panadería buscar
pan para la cena, como todos los días, y se topó con la presencia de un
extraño muchacho, de aproximadamente su edad, sentado en una esquina
arriba de una manta azul y algo raída. Tenía la mirada perdida mientras
abrazaba su propio cuerpo y un mechón de cabello color oscuro escapaba
de su gorro de lana color bordo y caía sobre su ojo izquierdo. Se veía
descuidado y algo hambriento, concentrado en quien sabe qué cosa. Ni
siquiera noto a Celestia, que al pasar a su lado pauso su alegre canto y
torció sus labios en una mueca de pena.
Al volver, cargada con una
bolsa de pan en la mano saltando por el camino, perdida en su propio
mundo, volvió a verlo. Esta vez su mirada reflejaba tristeza para
mientras miraba un punto fijo en la otra cuadra, como si fuese de
piedra, casi sin pestañear. Ella se detuvo y, sin pensarlo, sacó uno de
los tres panes de su bolsa. Se acercó hasta estar a unos pocos
centímetros y sin palabras que estorbasen extendió la mano.
El chico levantó la vista desenfocada y la vio, confundido y desconfiado. Luego de eso, volvió a bajar la mirada.
Celestia se agachó hasta estar a su altura y depósito el pan recién
hecho sobre la manta azul. Se levantó y se despidió con una sonrisa de
aquel desconocido. Sabía que lamentaría un poco su gesto a la hora de la
cena, pero por un extraño motivo se sentía feliz. Siguió cantando e
imaginando hasta que llegó a su humilde casa. Explicó el pan faltante a
su madre alegando que se lo había comido en el camino. Corrió a su
cuarto, se puso su ya algo viejo vestido y abrió el libro, como todas
las tardes, pasando las páginas con letras que ya se había memorizado y
saltando directamente a las imágenes. Esa tarde las observo atentamente,
como si no se supiera cada detalle de memoria.
Celestia continuó
dándole uno de sus tres panes al desconocido en la esquina, que cada día
se veía un poco más miserable y desnutrido.
Al quinto día, el
muchacho le devolvió la sonrisa. Tres días después logró articular un
gracias, su voz salió algo rasposa y sincera.
Sin saber muy bien
porqué, Celestia fue juntando durante una semana las pocas sobras de sus
cenas. A la misma hora de siempre, salió para comprar el pan, pero
antes de salir guardo en una bandejita de plástico la comida y agarró
del pozo de agua del patio una botellita llena de agua.
Para darle
una sorpresa, evito pasar por delante suyo en el viaje de ida, y ya con
la bolsa de panes en una mano y la bandeja en la otra, pasó por la ya
tan familiar esquina.
El muchacho levantó la mirada y la vio. Ella
se agacho y como todas las tardes sacó uno de sus tres panes de la
bolsa, pero esta vez sin embargo apoyó también la bandeja y la botellita
de agua. Estaba a punto de levantarse, sonreír e irse, como siempre,
pero un ruido captó su atención. El pelinegro se había corrido,
dejándole un lugar en su vieja manta, invitándola sin palabras a
sentarse a su lado.
Con algo de miedo y mucho cuidado Celestia se
sentó a sobre la gastada manta color océano y ambos se quedaron en
silencio durante algunos minutos, la bandeja, el pan y el agua frente a
ellos.
Melu Suffiotti
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