jueves, 17 de septiembre de 2015

Los libros nos inspiran

 A partir de frases encontradas en diferentes páginas y líneas del libro que más nos "llamó" desde la biblioteca, creamos nuevas historias.

Última pincelada

Cerró las cortinas y trabó las puertas, ya nadie podría molestarlo. Enjuagó los pinceles con agua y jabón y los puso a secar en el marco de la ventana, aún quedaban restos de su pintura anterior. Tacho de la lista el nombre de su último nieto y lo trasladó a la hoja de papel que yacía a su lado.
Agarró el portarretratos que se encontraba encima de la cómoda y admiró la hermosa imágen de María. Su blondo pelo corto, con algunos mechones canosos que jugaban y se mezclaban en aquella cabellera clara que caía delante de sus hombros. Aquél vestido floreado, su favorito, le llenó la mente de hermosos recuerdos, mientras veía el rostro de la mujer que más amó en la vida. Ese rostro lleno de vida que reflejaba la polaroid vieja ya no era lo último que observaba cada noche antes de caer vencido ante el sueño.
Agarrando su cintura y moviéndose con dificultad, se dirigió a la enorme sala de techos altos, ubicándose serenamente en un gran sillón color café que se encontraba en frente a la enorme bowindow. La fachada de la casa no daba a una calle muy transitada, por lo que le divertía observar simplemente la calle, vacía y tranquila, dejando a su mente ahogarse en divagaciones y recuerdos, mientras sus ojos recorrían, acostumbrados, de un lado a otro el silencioso asfalto.
Lo único que se escuchaba era el sistemático y relajante tic tac del reloj.
<<Aún es temprano>> Se dijo a sí mismo mientras a duras penas se levantaba del sillón, media hora más tarde. <<Pero debería empezar lo antes posible>> De ese modo, alentándose a continuar, avanzó por el solitario pasillo, de regreso a su estudio. Halló los pinceles ya secos y limpios, volviendo a colocarlos en su pequeña bandeja.
Se movía con sosiego, tenía todo el tiempo del mundo. Apartó un viejo lienzo, lanzándolo hacia atrás con cariño, descubriendo el papel blanco y grande, vacío. La paz y tranquilidad con la que lentamente se desplazaba en busca de sus acrílicos llenaban el ambiente de una calma extremadamente palpable, que solo era interrumpida por el piar de gorriones lejanos.
Ni siquiera era mediodía cuando el longevo pintor se sentó en su silla, delante del blanco lienzo.
Sabía que hoy sería el día, lo supo desde que se despertó esa mañana. Simplemente lo supo y ni él mismo se cuestionaba el porqué.
Tomó en sus trémulos dedos el pincel y lo hundió en la pintura roja. La imagen de lo que estaba por hacer apareció en su cabeza, y con sólo eso en mente comenzó a dar los primeros trazos. Mientras el pincel se deslizó con sosiego por el espacio anteriormente en blanco, las agujas del reloj también lo hicieron a través de los diferentes números negros y rayas alineadas.
Las pastillas descansaron en una pequeña caja en la sala, mientras el pintor trabajó con parsimonia sin acordarse de ellas. Estaba tan metido dentro de su arte, acompañando con pensamientos el suave trazo de su mano que viajaba por el aire, jugando sobre la superficie blancuzca, delineando contornos y creando texturas… que no notó los dolores que comenzaron a acompañarlo en su solitaria velada.
Sonaron cinco fuertes campanadas de una iglesia cercana, dando por comenzada la misa nocturna de las ocho en punto y el canoso pintor de mirada cansada sacudió su cabeza y apoyó el pincel que sostenía entre sus dedos con delicadeza sobre la paleta de caoba. Caminó unos pasos hacia atrás y se recostó en un pequeño sillón, que algún día fue de color azul marino brillante; destacaban en él pequeñas heridas que el tiempo le había dejado, impregnadas en su cuero color celeste apagado. El pintor de manos tristes recostó su cabeza contra el suave respaldo, apoyando sus brazos adoloridos en los costados, la estructura del mueble crujió un poco, pero luego cedió ante la invasión. Músculos tirantes y cansados, ojeras surcando sus ojos, piel pálida y arrugada, ojos cerrados mientras su mente divagaba. De lejos creías ver a una persona muerta, pero solo era un hombre esperando la muerte. Luego de una última y breve siesta el pincel de punta manchada se encontraba nuevamente entre sus callosas y sabias manos, que con la habilidad de una araña, fueron tejiendo hilo a hilo su obra. Sin perder ni un instante, el pintor trabajó toda la noche, manos fugaces como gacelas y a veces suaves y delicadas como las alas de una abeja. Su iris reflejó la figura que poco a poco fue tomando forma, pero sus piernas un poco entumecidas y algunos de sus órganos pidiendo a gritos un poco de ayuda demostraban el sufrimiento que estaba pasando.
Pero al pintor no le importó, él sólo siguió pintando.
Las punzadas de dolor fueron cada vez más agudas y notorias a medida que el tiempo pasó. Cuando la luna alcanzó su punto más alto en el estrellado cielo oscuro, simplemente siguió moviendo circularmente su muñeca, agregando detalles a su ya casi terminada pintura. Enjuago una vez más su pincel, y con un pequeño trapo lo seco. Tomó uno de punta más fina y se alejó un par de pasos.
Cuando llegó la nueva punzada de dolor, el pintor apenas se dio cuenta; solo volteo un poco, sin mirar la obra en su totalidad y tomó un pequeño alhajero de plata debajo del escritorio. De él sacó una pequeña cadenita, con un dije brillante. Se dió vuelta y cerrando un ojo lo colocó entre su cuerpo y la pintura, soltando un gran suspiro de satisfacción. Todo había resultado perfecto.
Pero faltaba lo más importante, y el pintor de apariencia apacible y aire de fatigado aventurero lo notó enseguida.
Tomó el dije con una mano y el pincel con la otra, sujetando fuertemente ambos y volvió a acercarse a la pintura. Estiró el brazo con el que sujetaba el pincel, con la cara interna hacia arriba y asió firmemente el dije plateado con la otra, guiándolo a su destino sin perder ni ápice de calma, sin ninguna prisa. Lo hundió suavemente en su muñeca, con el filoso borde traspasando la carne sin muchas dificultades. Hizo un corte limpio y mortal, el dolor lo azotó de repente, pero no podía perder tiempo lamentándose. Cambió de mano el dije y el pincel. mojando la punta en la sangre que brotaba de su brazo y la acercó a un espacio aún en blanco que quedaba en el borde inferior de su obra. Firmó y con sus últimas fuerzas logró escribir, a duras penas, lo que deseaba. Cada vez más débil pero sin notarlo, pues su mente estaba nublada de miles de cosas, creando una niebla densa que oscurecía todo sus pensamientos, logró colgar con su brazo sano el collar de una de las esquinas del lienzo.
Cerró los ojos, sintiendo como su ser se consumía lentamente y la alfombra debajo suyo se manchaba, sin embargo, la mueca de serenidad continuó abarcando su cara.
Se desplomó, luego de eternos segundos manteniéndose de pie y desde el piso abrió los ojos, mirando hacia arriba. Observó la pintura, su pintura, y el fantasma de una sonrisa se instaló brevemente en su rostro.

Melu Suffiotti.

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