A partir de frases encontradas en diferentes páginas y líneas del libro que más nos "llamó" desde la biblioteca, creamos nuevas historias.
Última pincelada
Cerró las cortinas y trabó las puertas, ya nadie podría molestarlo.
Enjuagó los pinceles con agua y jabón y los puso a secar en el marco de
la ventana, aún quedaban restos de su pintura anterior. Tacho de la
lista el nombre de su último nieto y lo trasladó a la hoja de papel que
yacía a su lado.
Agarró el portarretratos que se encontraba
encima de la cómoda y admiró la hermosa imágen de María. Su blondo pelo
corto, con algunos mechones canosos que jugaban y se mezclaban en
aquella cabellera clara que caía delante de sus hombros. Aquél vestido
floreado, su favorito, le llenó la mente de hermosos recuerdos, mientras
veía el rostro de la mujer que más amó en la vida. Ese rostro lleno de
vida que reflejaba la polaroid vieja ya no era lo último que observaba
cada noche antes de caer vencido ante el sueño.
Agarrando su
cintura y moviéndose con dificultad, se dirigió a la enorme sala de
techos altos, ubicándose serenamente en un gran sillón color café que se
encontraba en frente a la enorme bowindow. La fachada de la casa no
daba a una calle muy transitada, por lo que le divertía observar
simplemente la calle, vacía y tranquila, dejando a su mente ahogarse en
divagaciones y recuerdos, mientras sus ojos recorrían, acostumbrados, de
un lado a otro el silencioso asfalto.
Lo único que se escuchaba era el sistemático y relajante tic tac del reloj.
<<Aún
es temprano>> Se dijo a sí mismo mientras a duras penas se
levantaba del sillón, media hora más tarde. <<Pero debería empezar
lo antes posible>> De ese modo, alentándose a continuar, avanzó
por el solitario pasillo, de regreso a su estudio. Halló los pinceles ya
secos y limpios, volviendo a colocarlos en su pequeña bandeja.
Se
movía con sosiego, tenía todo el tiempo del mundo. Apartó un viejo
lienzo, lanzándolo hacia atrás con cariño, descubriendo el papel blanco y
grande, vacío. La paz y tranquilidad con la que lentamente se
desplazaba en busca de sus acrílicos llenaban el ambiente de una calma
extremadamente palpable, que solo era interrumpida por el piar de
gorriones lejanos.
Ni siquiera era mediodía cuando el longevo pintor se sentó en su silla, delante del blanco lienzo.
Sabía
que hoy sería el día, lo supo desde que se despertó esa mañana.
Simplemente lo supo y ni él mismo se cuestionaba el porqué.
Tomó
en sus trémulos dedos el pincel y lo hundió en la pintura roja. La
imagen de lo que estaba por hacer apareció en su cabeza, y con sólo eso
en mente comenzó a dar los primeros trazos. Mientras el pincel se
deslizó con sosiego por el espacio anteriormente en blanco, las agujas
del reloj también lo hicieron a través de los diferentes números negros y
rayas alineadas.
Las pastillas descansaron en una pequeña caja
en la sala, mientras el pintor trabajó con parsimonia sin acordarse de
ellas. Estaba tan metido dentro de su arte, acompañando con pensamientos
el suave trazo de su mano que viajaba por el aire, jugando sobre la
superficie blancuzca, delineando contornos y creando texturas… que no
notó los dolores que comenzaron a acompañarlo en su solitaria velada.
Sonaron
cinco fuertes campanadas de una iglesia cercana, dando por comenzada la
misa nocturna de las ocho en punto y el canoso pintor de mirada cansada
sacudió su cabeza y apoyó el pincel que sostenía entre sus dedos con
delicadeza sobre la paleta de caoba. Caminó unos pasos hacia atrás y se
recostó en un pequeño sillón, que algún día fue de color azul marino
brillante; destacaban en él pequeñas heridas que el tiempo le había
dejado, impregnadas en su cuero color celeste apagado. El pintor de
manos tristes recostó su cabeza contra el suave respaldo, apoyando sus
brazos adoloridos en los costados, la estructura del mueble crujió un
poco, pero luego cedió ante la invasión. Músculos tirantes y cansados,
ojeras surcando sus ojos, piel pálida y arrugada, ojos cerrados mientras
su mente divagaba. De lejos creías ver a una persona muerta, pero solo
era un hombre esperando la muerte. Luego de una última y breve siesta el
pincel de punta manchada se encontraba nuevamente entre sus callosas y
sabias manos, que con la habilidad de una araña, fueron tejiendo hilo a
hilo su obra. Sin perder ni un instante, el pintor trabajó toda la
noche, manos fugaces como gacelas y a veces suaves y delicadas como las
alas de una abeja. Su iris reflejó la figura que poco a poco fue tomando
forma, pero sus piernas un poco entumecidas y algunos de sus órganos
pidiendo a gritos un poco de ayuda demostraban el sufrimiento que estaba
pasando.
Pero al pintor no le importó, él sólo siguió pintando.
Las
punzadas de dolor fueron cada vez más agudas y notorias a medida que el
tiempo pasó. Cuando la luna alcanzó su punto más alto en el estrellado
cielo oscuro, simplemente siguió moviendo circularmente su muñeca,
agregando detalles a su ya casi terminada pintura. Enjuago una vez más
su pincel, y con un pequeño trapo lo seco. Tomó uno de punta más fina y
se alejó un par de pasos.
Cuando llegó la nueva punzada de
dolor, el pintor apenas se dio cuenta; solo volteo un poco, sin mirar la
obra en su totalidad y tomó un pequeño alhajero de plata debajo del
escritorio. De él sacó una pequeña cadenita, con un dije brillante. Se
dió vuelta y cerrando un ojo lo colocó entre su cuerpo y la pintura,
soltando un gran suspiro de satisfacción. Todo había resultado perfecto.
Pero faltaba lo más importante, y el pintor de apariencia apacible y aire de fatigado aventurero lo notó enseguida.
Tomó
el dije con una mano y el pincel con la otra, sujetando fuertemente
ambos y volvió a acercarse a la pintura. Estiró el brazo con el que
sujetaba el pincel, con la cara interna hacia arriba y asió firmemente
el dije plateado con la otra, guiándolo a su destino sin perder ni ápice
de calma, sin ninguna prisa. Lo hundió suavemente en su muñeca, con el
filoso borde traspasando la carne sin muchas dificultades. Hizo un corte
limpio y mortal, el dolor lo azotó de repente, pero no podía perder
tiempo lamentándose. Cambió de mano el dije y el pincel. mojando la
punta en la sangre que brotaba de su brazo y la acercó a un espacio aún
en blanco que quedaba en el borde inferior de su obra. Firmó y con sus
últimas fuerzas logró escribir, a duras penas, lo que deseaba. Cada vez
más débil pero sin notarlo, pues su mente estaba nublada de miles de
cosas, creando una niebla densa que oscurecía todo sus pensamientos,
logró colgar con su brazo sano el collar de una de las esquinas del
lienzo.
Cerró los ojos, sintiendo como su ser se consumía
lentamente y la alfombra debajo suyo se manchaba, sin embargo, la mueca
de serenidad continuó abarcando su cara.
Se desplomó, luego de
eternos segundos manteniéndose de pie y desde el piso abrió los ojos,
mirando hacia arriba. Observó la pintura, su pintura, y el fantasma de
una sonrisa se instaló brevemente en su rostro.
Melu Suffiotti.
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