sábado, 13 de junio de 2015

Lo que la música nos dejó I



Almas de la selva
En el centro de la selva, allí, donde se reúnen las aves para las migraciones, habitaba un charco (de lodo, de barro, de tierra), un charco que vivía feliz y campante con un sapo (que había crecido dentro del fango) y una cigüeña (que a era demasiado vieja para volar).
Entre los dos se ayudaban, alimentaban y cuidaban de Zeiro.
Zeiro nunca había visto humanos, porque un charco lodoso y embarrado suele vivir una vida modesta y sedentaria. Zeiro no era la excepción, él no tenía nada que reprochar, nada que pedir y nada que soñar; porque vivir en el ombligo de la selva, en el centro de las raíces, junto al silencio y a sus amigos, era todo lo que un charco podría necesitar.
Pero el día en que la red atrapo al sapo y la bala atravesó a la cigüeña, Zeiro conoció al hombre (al bruto, al desconsiderado) quien le arrebato lo que más quería en todo el mundo. Fue tan rápido, tan sorpresivo, tan horrible, que ningún humano podría compararlo jamás (aunque, conociéndonos, seguro que rompemos el record). Zeiro, desconcertado e impulsado por la sangre en su lodo se abalanzó hacia el hombre, pero este ya había desaparecido e internado en la selva.
El barro se mezcló con las raíces, las hojas con la tierra y el sol con la ira de un espíritu en pena.
Zeiro se levantó y siguió el olor del humano hasta su cueva, donde la vida  la muerte se entre cruzan más de una vez. Dentro de ella no sólo vivía este hombre, también lo habitaba un ser de su misma especie pero de diferente alma. Era una cría de humano, triste, solitaria, tendría unos 4 otoños, con todo su pesar, trataba de jugar a la rayuela cuando vio al charco, enorme, monstruoso. El susto la movió desde adentro y la obligó a inquietarse, a girar y mirar hacia la puerta implorando que su padre la ayudara. Pero su padre  no le hizo caso, ni a los escalofríos ni a los gritos de su hija, el siguió con su monstruosa tarea de desplumar a la cigüeña. Pero, como el chillido insistía, el hombre se cansó, salió de la casa gritando a los cuatro vientos que se fuera a jugar a otra parte, que se fuera…
 Zeiro no lo dejo terminar, se le abalanzó y engullo en tan poco tiempo que este no alcanzo a darse cuenta de la presencia de la bestia.
Mientras su padre era engullido, Naira lloraba, el masticado y transformado en bolo alimenticio era su papa´ y al única familia que le quedaba. Ahora ella estaba sola frente al charco, frente a la selva, frente a la tristeza.
Zeiro había desatado toda la ira que sentía, ahora ella ya no estaba; lo que había quedado del pacifico charco se dirigió hacia la casa, donde solo pudo encontrar los cuerpos desmembrados y torturados de sus amigos.
Eran dos, dos las almas solitarias que se hallaban en aquella choza, tristes, desamparadas, sin saber qué hacer.
Zeiro tomó aire (cómo solo los charcos pueden hacer) y salió de la cueva. Afuera la niña lo miro con ojos  grandes de esos que están entre el miedo y la alegría. Las miradas se entrecruzaron, y mientras barro se unía, de nuevo, con las raíces, Naira se fue acercando, despacio al lodo, al charco, a Zeiro. Se arrodillo junto a él y mirando profundamente al cielo nocturno, que se iba formando por el atardecer, lo abrazó.
Quién sabe por qué, dónde, o cuándo paso; yo no lo sé, pero eso es normal, porque una gota de agua revuelta con tierra, mezclada con raíces y entrelazadas con la selva, suele no enterarse de muchas cosas, sobre todo si tiene una niña humana contándole historias en el tiempo entero de la eternidad.  


 Sofi Merani


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