Almas de la selva
En el centro de la selva,
allí, donde se reúnen las aves para las migraciones, habitaba un charco (de
lodo, de barro, de tierra), un charco que vivía feliz y campante con un sapo
(que había crecido dentro del fango) y una cigüeña (que a era demasiado vieja
para volar).
Entre los dos se ayudaban,
alimentaban y cuidaban de Zeiro.
Zeiro nunca había visto
humanos, porque un charco lodoso y embarrado suele vivir una vida modesta y sedentaria.
Zeiro no era la excepción, él no tenía nada que reprochar, nada que pedir y nada
que soñar; porque vivir en el ombligo de la selva, en el centro de las raíces,
junto al silencio y a sus amigos, era todo lo que un charco podría necesitar.
Pero el día en que la red
atrapo al sapo y la bala atravesó a la cigüeña, Zeiro conoció al hombre (al
bruto, al desconsiderado) quien le arrebato lo que más quería en todo el mundo.
Fue tan rápido, tan sorpresivo, tan horrible, que ningún humano podría
compararlo jamás (aunque, conociéndonos, seguro que rompemos el record). Zeiro,
desconcertado e impulsado por la sangre en su lodo se abalanzó hacia el hombre,
pero este ya había desaparecido e internado en la selva.
El barro se mezcló con las
raíces, las hojas con la tierra y el sol con la ira de un espíritu en pena.
Zeiro se levantó y siguió
el olor del humano hasta su cueva, donde la vida la muerte se entre cruzan más de una vez.
Dentro de ella no sólo vivía este hombre, también lo habitaba un ser de su
misma especie pero de diferente alma. Era una cría de humano, triste, solitaria,
tendría unos 4 otoños, con todo su pesar, trataba de jugar a la rayuela cuando
vio al charco, enorme, monstruoso. El susto la movió desde adentro y la obligó
a inquietarse, a girar y mirar hacia la puerta implorando que su padre la
ayudara. Pero su padre no le hizo caso,
ni a los escalofríos ni a los gritos de su hija, el siguió con su monstruosa
tarea de desplumar a la cigüeña. Pero, como el chillido insistía, el hombre se cansó,
salió de la casa gritando a los cuatro vientos que se fuera a jugar a otra
parte, que se fuera…
Zeiro no lo dejo terminar, se le abalanzó y
engullo en tan poco tiempo que este no alcanzo a darse cuenta de la presencia
de la bestia.
Mientras su padre era
engullido, Naira lloraba, el masticado y transformado en bolo alimenticio era
su papa´ y al única familia que le quedaba. Ahora ella estaba sola frente al
charco, frente a la selva, frente a la tristeza.
Zeiro había desatado toda
la ira que sentía, ahora ella ya no estaba; lo que había quedado del pacifico
charco se dirigió hacia la casa, donde solo pudo encontrar los cuerpos desmembrados
y torturados de sus amigos.
Eran dos, dos las almas
solitarias que se hallaban en aquella choza, tristes, desamparadas, sin saber qué
hacer.
Zeiro tomó aire (cómo solo
los charcos pueden hacer) y salió de la cueva. Afuera la niña lo miro con
ojos grandes de esos que están entre el
miedo y la alegría. Las miradas se entrecruzaron, y mientras barro se unía, de
nuevo, con las raíces, Naira se fue acercando, despacio al lodo, al charco, a
Zeiro. Se arrodillo junto a él y mirando profundamente al cielo nocturno, que se
iba formando por el atardecer, lo abrazó.
Quién sabe por qué, dónde,
o cuándo paso; yo no lo sé, pero eso es normal, porque una gota de agua revuelta
con tierra, mezclada con raíces y entrelazadas con la selva, suele no enterarse
de muchas cosas, sobre todo si tiene una niña humana contándole historias en el
tiempo entero de la eternidad.
Sofi Merani
:)
ResponderEliminar¡Qué lindo Sofía. Cuánta imaginación!
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